El canto de un gallo me despierta del mundo de los sueños. Desperezándome me levanto y me dirijo a la cocina, donde me encuentro a varios compañeros de aventuras. Con la música de una vieja radio de fondo y los primeros rayos de sol filtrándose tímidamente por la ventana, preparamos el desayuno para los miembros de la comunidad. Hoy toca algo de fruta fresca, unos huevos del gallinero feliz, pan y café de cereales de la cooperativa.
Ya son casi las ocho de la mañana y el comedor está lleno de personas desayunando y planificando, de manera aparentemente caótica, las actividades de un largo día. Unos trabajarán en las huertas o la granja de la cooperativa. Otros continuarán con la rehabilitación y construcción de las nuevas casas e instalaciones colectivas. Unos pocos irán con el bicicarro al mercado del Baix Montseny para vender o intercambiar nuestros excedentes de pan, queso o miel. Y así sucesivamente con todas las actividades diarias.
Despidiéndome de los demás, cojo el sendero, otrora asfaltado, para dirigirme a la escuela local en la que hace ya varios años que ejerzo de profesor. Paso a paso voy cruzando el pueblo, dejando atrás una mezcla heterogénea de edificios, unos nuevos construidos con materiales locales, otros semiderruidos absorbidos por la vegetación. Árboles frutales, plantados durante la gran hambruna del 18, así como algunos coches oxidados, salpican calles en cuyas aceras crece la hierba a su antojo. La naturaleza está recobrando fuerza.
Bicis, carros, unos pocos trenes, y algunos vehículos colectivos basados en agrocombustibles o aceites reciclados, son hoy día los medios de transporte más utilizados en la región. Aún recuerdo cuando la mayoría de gente cogía cada día el coche o el ferrocarril para ir a trabajar a Barcelona. ¡Ni que hiciera tanto tiempo! Todo pasó muy rápido. El encarecimiento del precio de los combustibles y de la vida en general, sumado a los problemas de abastecimiento de agua, provocó múltiples conflictos socioeconómicos, una importante caída del turismo y por último una disminución abrupta de la población en la ciudad. Muchos emigraron al extranjero o a zonas más rurales, la escala local empezó a cobrar protagonismo y la mayoría de los que se quedaron, tras unos duros años, están consiguiendo reorganizarse.
Para los que dejamos con antelación las grandes urbes y nos implicamos en proyectos de transición, la adaptación esta siendo menos traumática y más motivadora. Estos últimos años han supuesto un aprendizaje acelerado en la búsqueda de un modo de vida más saludable, reconectado con nuestras verdaderas necesidades y el medio que nos rodea. Aprender a organizarse de manera colectiva es un reto inmenso y parece que poco a poco estamos comenzando a ver los frutos.
Por fin llego a la escuela, una vieja masía reformada. Los niños y niñas me reciben con amplias sonrisas, expectantes por ver qué sorpresas les deparará el día.
– Hoy vamos a dedicar la mañana a imaginar y soñar cómo queremos que sea nuestro pequeño pueblo. Vamos a inventarnos historias, contar cuentos y dibujar paisajes. ¿Qué os parece? – Les pregunto.
– ¡Yuhuu! ¡Sí, sí! – Contestan alegres.
Una de las mayores dificultades vividas en los últimos años de obligado decrecimiento están siendo las barreras psicológicas al cambio. Las dificultades para afrontar la incertidumbre del día a día y a la vez visualizar un futuro posible en el que queramos vivir y al que nos podamos dirigir. Los suicidios y diferentes enfermedades mentales han aumentado en las últimas dos décadas, como si muchas personas no estuvieran preparadas para afrontar lo inevitable. Por ello, desde hace varios años estamos trabajando de manera transversal muchos de estos aspectos psicológicos en las escuelas locales. Además, a los jóvenes se les enseñan habilidades prácticas esenciales del día a día que les permiten adquirir una serie de herramientas técnicas y sociales para ser más autosuficientes y conocer mejor el medio en el que viven. Es todo muy experimental, pero parece que está funcionando. Necesitamos urgentemente de las ganas de vivir de los jóvenes para avanzar, y en esas estamos, intentando dar alas a la juventud.
Tras una mañana intensa de juegos, discusiones y muchas lecciones aprendidas, y de comer una rica y sencilla comida preparada conjuntamente por alumnos y profesores, me tumbo bajo un árbol a echar una breve siesta. Hace calor y rayos de sol acarician mi piel a través de las hojas resecas. Esto me recuerda que hace ya más de dos meses que no ha caído una sola gota. Por suerte en invierno llovió suficiente y aún tenemos algunas reservas, pero el clima es cada vez más inestable y si no llueve y el verano es caluroso, tendremos grandes problemas. Bueno, no pensemos en eso ahora, queda mucho por hacer en el día de hoy.
La tarde avanza, y con ella mi labor en la comunidad continúa. Las siguientes tres horas, que hace apenas unos años hubiera probablemente pasado delante de una pantalla, me llevan a la cooperativa alimentaria. Allí colaboro con las tareas que sean necesarias: hacer conservas de productos del bosque comestible, ayudar en la panadería, embotellar aceite o miel, limpiar, etc. Cada día aprendo cosas nuevas y aunque a veces es duro, el compañerismo y el buen ambiente reina. Este ha sido uno de los mayores logros en nuestro pueblo. Todo empezó como un pequeño grupo de consumo hace ya veinte años, pero empujados por los problemas de abastecimiento, los consumidores decidimos montar una cooperativa que fuera capaz también de producir localmente los alimentos básicos. Hoy, superadas múltiples dificultades y más de un conflicto, somos capaces de autoabastecernos en gran medida y comerciar localmente con los excedentes. Nuestra dieta ha cambiado bastante, inevitablemente comemos menos carne y casi todos los productos son locales. Sí, echo de menos el chocolate o el café, que son ahora productos de verdadero lujo, pero uno se acaba acostumbrando a la algarroba y la malta.
Cansado, pero satisfecho y feliz, vuelvo a casa, donde sé que me espera una buena cena caliente rodeado de amigos. De camino, observo pensativo a mi alrededor. Se escuchan pájaros cantar, me cruzo con personas sencillas que sonríen, que se ayudan y cooperan. La sensación de que estamos construyendo algo por lo que vale la pena vivir recorre mi cuerpo. Cuántas pruebas en estos últimos quince años, cuánto dolor e injusticias, cuántos quebraderos de cabeza. Y, sin embargo, aquí estamos, en un día de la primavera del 2030, dando rienda a nuestra inteligencia colectiva, avanzando en esta transición que no ha hecho más que empezar.
Sobre el autor: Juan del Río
* Relato publicado en el número 0 de la rervista 15/15\15.